martes, 12 de mayo de 2015

Qué budismo – Por qué – Para quién. Jisô Giuseppe Forzani y Mauricio Yûshin Marassi

Qué budismo – Por qué – Para quién
Una propuesta europea



1. El dominio de la cultura europea en el mundo

Incluso los países de Oriente, a pesar de que mantienen o intentan mantener sus propias tradiciones, siguen  sin  embargo el  modelo   de desarrollo   económico,  social,   político  y  cultural  elaborado   y difundido por Europa. Paralelamente, cada vez más personas, sobre todo en Europa y América, sienten que este modelo está en crisis. Puede que haya pasado su momento y ciertamente ha perdido su frescura y su capacidad de renovarse. Una de las razones que conduce a un buen número de europeos   a   interesarse   en   el   budismo   reside   precisamente   en     el   sentimiento,   más   o   menos consciente, de esta crisis.

La naturaleza de esta crisis se revela en el hecho de que el éxito de este modelo es en sí mismo un fracaso. La civilización occidental ha alcanzado en efecto, en el llamado “primer mundo” (Europa, América del norte y el apéndice asiático de Japón), los objetivos que se había fijado durante las grandes revoluciones democráticas americana y francesa. Es en esta época en la que, poco a poco, ha habido un cambio en relación a la orientación seguida desde las épocas antigua y medieval. La estructura de la antigua sociedad europea estaba fundada sobre la visión escatológica cristiana, que debía realizarse en el tiempo y en la historia con la edificación de una ciudad terrestre sobre el modelo de la ciudad celeste, a la espera de la revelación final del proyecto divino.

Una vez agotado este empuje ideal y roto el orden tradicional que de él se derivaba surgió una concepción   humanista   del   progreso.   Esta   nueva   concepción   se   expresa   en   la   búsqueda   de   la emancipación   del   hombre   de   su   propia   condición   material   y   espiritual,   con   los   instrumentos elaborados por la razón: valorización del individuo, desarrollo de la técnica, búsqueda del bienestar material. Las aspiraciones igualitarias y comunitarias del cristianismo original son mantenidas en el transcurso de este proceso. Están en el origen de los grandes movimientos sociales del siglo XIX mientras que conjuntamente se debilitan la dimensión espiritual del hombre y el conocimiento de su lugar exacto en la naturaleza. La historia del siglo XX está marcada por la precipitación del horror de   las   degeneradas   perversiones  de   las   utopías   totalitarias,  con   el   centro  en  la   catástrofe   de   la segunda guerra mundial. De ahí surgió como vencedor único un modelo de desarrollo, sin horizonte y sin orientación, limitado únicamente a la búsqueda del bienestar. Los órganos operacionales de esa   visión   están   constituidos   en   ese   momento   por   la   primacía   de   la   economía   como   clave   de satisfacción de las necesidades materiales, por el desarrollo de la tecnología como instrumento de superación de los límites naturales y por el dominio de la democracia mayoritaria cuantitativa como forma de generalización del consenso y de la homogeneización de las diferencias.

La breve euforia de después de la guerra no tardó en revelarse finalmente como inducida bajo el efecto de una droga. La fórmula maquiavélica se invirtió entonces, son los medios los que justifican el fin. La economía, en lugar de ser el instrumento de satisfacción de las necesidades, se convierte entonces   en  productora   de   necesidades   a   satisfacer   para   mantenerse   a   sí  misma,   reduciendo   al hombre   a   un   instrumento   de   crecimiento   económico   infinito   y   a   la   función   de   consumidor   de mercancías, de símismo y de su medio. Paralelamente la técnica, en lugar de ser el instrumento de las artes y de los oficios para realizar los sueños y las visiones del hombre, tiende a transformarse en una tecnología con el único fin de acelerar y de mejorar la eficacia de la producción, para satisfacer necesidades artificiales al servicio de la afirmación de que cada problema puede ser resuelto con la posesión y el consumo de “bienes”. La democracia mayoritaria, reforzando la voz de la “voluntad popular” midiendo exclusivamente el número de votos, produce la manipulación del consenso, la idolatría por los sondeos y el control de la comunicación; la realidad tiende a coincidir entonces con la narración de aquel que detenta momentáneamente el poder.

Esta estrategia ha triunfado completamente y en ella todos participamos, de una forma u otra, en la reproducción de sus mecanismos. Ahora bien, este éxito muestra ser por si mismo el verdadero fracaso;  no  es la realización  de una visión  hacia un destino  compartido bajo la conducción   de dirigentes conscientes, no es sino la repetición mecánica y global de un idéntico mecanismo.

En lugar de una satisfacción compartida por los objetivos alcanzados se observa la difusión de un malestar   individual   y   generalizado,   un   sentimiento   de   incertidumbre   alimentado   por   miedos oscuros, una perdida de sentido existencial, del que ya no se comprende el origen y del que ya no se ve el final. He aquí el centro de esta crisis. Ella es hoy en día percibida a través de la sensación difusa y profunda de un callejón sin salida, sin saber por qué se está ahí, ni como salir.

2. En este contexto, ¿cuál puede ser la función del budismo?

La civilización occidental no puede salir de la crisis global que atraviesa porque, simplemente, no puede escapar de sí misma. Le es imposible verse desde el exterior de forma que  comprenda cuál es el punto fundamental. Se observa desde el interior de sí misma y gira en el vacío como un perro que se muerde la cola. Tiene necesidad de un punto de observación “exterior”, de un observador que no esté cogido por la trampa de este mecanismo y que pueda por tanto mostrar el punto en el que se extravía. El budismo, que se ha desarrollado con formas diferentes y lejanas a las desarrolladas en el interior de la cultura europea y occidental, puede ejercer esta función, pues está a la vez en el seno de la sociedad occidental sin estar completamente absorbido por sus mecanismos.

Desde el punto de vista budista se podría decir que el origen de la crisis espiritual de Occidente coincide con el periodo en el que la vida religiosa cristiana abandona progresivamente la dimensión mística para dedicarse sobre todo a la elaboración teológica. En la experiencia mística cristiana Dios y el hombre son Uno; esta es su característica distintiva. En sus Confesiones (3,6,11) San Agustín afirma:  “Tú,   tú   eres   más   íntimo   que   lo   íntimo   de   mí  mismo.”  Ahora   bien,   el   cristianismo   ha traicionado progresivamente su propia experiencia original y ha separado a Dios del hombre y al hombre de Dios. La forma misma del diálogo, el hecho de dar el “tú” a Dios, a pesar de que se afirma la unidad intrínseca de lo humano y lo divino contiene ya en sí misma el germen de la separación.  Poner a  Dios   y al  hombre en  relación,  incluso  si se  trata   de  un  procedimiento del lenguaje para decir algo en sí indecible, crea el espacio propicio a una separación que hace falta inmediatamente cicatrizar y subsanar.

Dar el “tú” a Dios es, en sí mismo, el germen de la posibilidad de dar una realidad autónoma al “yo” que pronuncia ese “tú”; así Dios se convierte para el hombre en un objeto (incluso si es interior), un objeto   frente   a   un   sujeto.   Esto   refuerza   el   proceso   por   el   cual   el   “yo” adquiere   una   esencia independiente y autónoma, es el proceso de ontologización del sí mismo. Este proceso caracteriza el pensamiento occidental desde sus orígenes pues uno de sus axiomas fundamentales es que el ser está certificado por el pensamiento, por la conciencia de estar ahí. El hombre se identifica cada vez más con su propia forma de pensar, porque la auto­consciencia se convierte en el único instrumento que permite al hombre reconocerse. Este proceso culmina en la visión cartesiana que confirma con fuerza la identidad del ser y del pensamiento; el ser mismo de Dios es afirmado y certificado sobre la base del pensamiento humano.

El   Dios   creador   increado   se   convierte   entonces   en   la   criatura   del   pensamiento   humano.   La concepción de Dios como una persona, entendida para volver posible su presencia en la historia y en su relación con el hombre ­ de hecho una especie de alter ego que toma cada vez más el aspecto de un superego personal con rasgos antropológicos e idealistas. El hombre no es ya a la imagen de Dios, sino Dios a la imagen que el hombre se hace de Dios.

En la experiencia mística Dios habla al hombre a través del silencio, como lo señala la palabra misma (místico viene del verbo griego  muein: callarse, hacer silencio). La palabra de Dios es silencio. Mientras que la palabra humana, no importa cuál palabra y cuál sea su grandeza y su poder, es conmensurable; el silencio no es ni pequeño ni grande, es inconmensurable. La escucha del silencio por el hombre equivale al abandono de cualquier pensamiento, idea o concepción; ante el silencio de Dios el hombre no puede sino permanecer silencioso. El silencio de Dios implica el silencio del “yo”, lo disuelve y vuelve así inconmensurable al hombre que escucha.

La teología cristiana ha tomado el camino opuesto, reduciendo Dios a una idea, pretendiendo a la vez pensar lo impensable y decir lo indecible; Dios se ha convertido en el pensamiento de Dios, de tal   forma   que   el   ego   pensante   ha   permanecido   indemne,   mejor   todavía,   se   ha   consolidado desmesuradamente.   Este   es   el   origen   del   individualismo   y   del   relativismo,   tan   deplorado actualmente por la teología y la institución jerárquica de la Iglesia Católica.

3. Cuidar las raíces

Para cuidar una enfermedad radical, como la crisis que atraviesa el hombre contemporáneo, hay que tratar la raíz. La raíz es la parte más profunda del árbol, su cuerpo visible. Hoy en día numerosas personas reivindican las raíces cristianas de la cultura y de la sociedad europea. En el Evangelio Jesús afirma que el árbol se reconoce por sus frutos. Si los frutos del árbol Europa, que todos comemos en el mundo entero, están podridos y son tóxicos puede ser que nos haga falta examinar sus raíces con un poco más de atención.
En el plano histórico, los primeros síntomas de la enfermedad de la cultura europea se declararon alrededor del siglo XII, cuando la experiencia mística comenzó a ser separada, e incluso a menudo perseguida, por la misma Iglesia. Pero el germen de esta enfermedad hay que buscarlo en la misma raíz. Y es precisamente la metáfora del árbol la que puede ofrecernos indicadores reveladores; el árbol bueno, tal como es mencionado en diversas ocasiones en los Evangelios, es aquel que produce abundantes   frutos.   Es   también   verdad   que   encontramos   a   menudo   en   las   palabras   de   Jesús afirmaciones invitándonos a abandonar la búsqueda de ganancia material y a no preocuparnos de la producción y de la acumulación. Más insistentes son todavía sus advertencias para hacer fructificar, se trate de la viña o de los talentos, y por cortar radicalmente, extirpar y quemar todo aquello que no da frutos. La higuera que no produce higos en invierno, fuera de estación, es maldita y se seca.

Aquel que tiene frutos tendrá la recompensa del reino de los cielos y aquel que no da frutos está destinado   al   fuego   eterno.   La   cultura   europea   ha   estado   afectada   de   tal   forma   por   esta   visión productora que se ha estructurado sobre una didáctica ética; que hace del progreso, del crecimiento y de lo cuantitativo los valores fundamentales de su reciente historia.

Desde el comienzo de la edad moderna, el ideal que sostiene la visión escatológica de la cristiandad ha sido aplicado cada vez más a la realización de valores, sin duda supremos, como la justicia, la igualdad, la libertad, pero que apuntan a la historia y el mundo de los hombres. Toda la atención y devoción a la vida interior han sido desplazadas para sostener estos valores supremos de la vida del hombre en el mundo. Actualmente la mentalidad contemporánea ha olvidado completamente lo que era fundamental en la visión mística, espiritual, religiosa y filosófica. De nuevo con las palabras de San Agustín, místico, filósofo y teólogo: “No salgas fuera de ti mismo, vuelve a ti mismo; la verdad  reside en el interior del hombre; y si encuentras inconstante tu naturaleza, trasciéndete.”  (De la  verdadera religión, XXXIX). El progresivo desplazamiento del centro de gravedad del hombre fuera de sí mismo culmina, en la época moderna, en la búsqueda del valor y del sentido de la propia vida casi exclusivamente en el mundo de las relaciones con su entorno.

En este contexto, para los hombres y las mujeres del tercer milenio, el budismo puede ser un factor determinante para una conversión auténtica. La conversión en el budismo no es la conversión  al budismo, en el sentido de adhesión a una doctrina que se llama budismo. La conversión es lo que Dôgen indica de la siguiente manera en el Fukanzazengi:   須らく回光返照の退歩を學すべし –subekaraku ekô henshô no taiho wo gakusubeshi –  “Es esencial aprender a dar un paso atrás y, girando la luz, aclarar el interior”.

El budismo puede ejercer la función de mostrar al hombre contemporáneo, occidental y oriental, cuál es la única cosa que importa, porque según las palabras del Evangelio:  “Allí donde esta tu  tesoro, allí también estará tu corazón”  (Mt. 6,19­21). Esto parece ser realmente el problema del hombre contemporáneo; ya no sabe donde se encuentra su tesoro y entonces pone su corazón allí donde la tiña y el oxido destruyen, y allí donde los ladrones agujerean y roban.”  El budismo puede enseñar al hombre occidental, absorbido fuera de sí mismo por una perspectiva de progreso infinito que no lleva a ninguna parte, a pararse, a volverse hacia sí mismo, a iluminarse él mismo para buscar, en sí mismo y a partir de sí mismo, su propio tesoro.

4. ¿De qué manera?

Frente   a   la   problemática   que   hemos   discutido   hasta   ahora   el   budismo   tiene,   sobre   las   otras religiones, una gran ventaja; nunca ha elaborado una idea de Dios, nunca ha “pensado Dios”. Lo que los cristianos llaman Dios es para el budismo impensable. El budismo no tiene necesidad de liberar al hombre de Dios, como invocan los místicos cristianos, porque precisamente nunca ha dado sostén y sustancia a idea alguna de Dios. Libre de Dios, el hombre está también libre de sí mismo, que se había hecho a la imagen de Dios.

Puesto que en el budismo no hay ningún objeto de fe ni de pensamiento que se llame “Dios” y, en consecuencia,   no   hay   nombre   para   este   objeto,   si   se   superponen   aproximadamente   el   lenguaje cristiano y budista, se puede decir que aquello que los cristianos llaman Dios está completamente vacío en el budismo, ni existe ni no existe, y no puede proveer de ningún pretexto para elaborar una idea de Dios ni una idea de un yo ante él. En fin, si queremos continuar utilizando la palabra Dios, para permanecer en la terminología occidental, podemos decir que en el budismo Dios y el espíritu del hombre son ya no­dos, porque es en la experiencia misma de un vacío límpido así que el hombre se reencuentra a sí mismo. Reencuentra su propio espíritu, vacío de Dios y de sí mismo.

A diferencia de las religiones y las filosofías occidentales el budismo no tiene miedo del vacío. El pensamiento occidental no se ha confrontado nunca en serio con el vacío porque, de una forma u otra, ha asimilado siempre el vacío a la nada, para alejarse horrorizado.

Para el budismo, inversamente, el vacío no es ni una entidad ni un sustantivo sino más bien un atributo, el atributo fundamental de cualquier cosa. Es la característica que vuelve posible que cada cosa sea lo que es. Un milagroso vacío que toma forma. El budismo es permanecer en la naturaleza de la realidad, que ni la tiña ni el oxido pueden atacar, allí donde no hay nada que tomar, que ganar, que robar.

El budismo no es una explicación de la realidad, una cosmología o una filosofía hermenéutica. No es   tampoco   una  utopía  o una doctrina   social que permitiría  modelar  la  realidad.  No  es  ni  una doctrina ni  una ortodoxia. No  es una terapia para cuidar el malestar  psicológico individual.   El budismo es la vía que indica como poner en práctica la experiencia indiferenciada del hombre y de..., de lo relativo y de lo absoluto, de lo condicionado y de lo incondicionado, de lo finito y de lo infinito. Es una experiencia de profunda unidad que no puede ser vivida más que en la fe, en el abandono y en la renuncia a poner el pensamiento humano como determinación final de la realidad.

En la experiencia cristiana la fe es un movimiento del espíritu, un impulso del corazón más allá de sí  mismo,   un a  apertura   incondicional   a   Dios.   En   el   budismo   la   fe   es   una   experiencia   vivida totalmente con   el   cuerpo y   el   espíritu,   un   acto   de   confianza   puro   y   sereno,   sin   la menor construcción de un objeto, lo cual es siempre por otra parte el primer paso hacia la aspiración de apropiárselo. Esta experiencia es sintetizada en la sentada silenciosa; ese acto del cuerpo, de la mente y del espíritu que llamamos zazen. Zazen es el acto de la fe, la fe en acto por que es el medio concreto, la posición del cuerpo y del espíritu que pone en práctica esta relación no dual en la simple sentada. En terminología cristiana podemos decir que, en zazen, Dios y el hombre son no­dos, porque en zazen se está libre de Dios y del yo. O usando una vez más las palabras de Dôgen: 自己の身心および他己の身心をして脱落せしむるなりjiko no shinjin oyobi tako no shinjin  wo shite datsuraku seshimuru nari –  “abandonar cuerpo y espíritu propios y cuerpo y espíritu del otro”.  Aquí  la   relación no esta mantenida por la  idea de  mí, ni  de ti,   la relación   es  ella misma identidad y nada obstruye la libertad.

Esto – al menos en un entorno de personas que practican zazen desde hace mucho tiempo – no es tan difícil, de comprender al menos.  Bastante más difícil es la realización y la trasmisión de la cualidad que trasforma zazen en un acto religioso en una vida religiosa, sosteniéndola por completo al abrigo de convertirse – como ha sucedido muchas veces – en una vida de potencia, de adquisición de poder y en definitiva una vida sostenida por la muerte. Esta cualidad hace que se pueda ser grande   solamente   permaneciendo   pequeño,   maestro   solamente   viviendo   como   discípulo,   sin ninguna veleidad, ni de acumular, ni de figurar ni de contar.

Con el fin de jugar un papel vital en el proceso histórico actual – más allá de los rituales de parada a los cuales estamos invitados, o en los que participamos, “de que hay también budistas” en las mesas más o menos redondas del banquete “inter­religioso”, para tener así derecho si es posible a un trozo de tarta – una profunda reforma desde el interior es ante todo necesaria. Habrá que abandonar progresivamente la deriva formalista, jerárquica y eclesiástica que está en vías de absorber nuestra energía,   revitalizar  la  espiritualidad  de  la  simplicidad  y de  la  gratuidad,  la  cultura  del  corazón inocente; en lugar de consolidar la voluntad de potencia. Sin la capacidad ante todo de convertir nuestro corazón, nuestra presumida capacidad de practicar  zazen  no tendrá ningún sentido y esto podrá terminar por convertirse – como muchos signos ya lo indican y demuestran – en otro botín que el mundo de la acumulación y de lo “mío” estará muy feliz en absorber para hacer de él otro instrumento refinado.

La tradición no es una fuerza de inercia, ni la repetición mecánica de gestos y formas de hacer estereotipadas,   la   trasmisión   no   es   la   apropiación   de   modelos   ni   la   exhibición   personal   de certificados   y  documentos.  Tener  cuidado   de  la   generación  presente   y  por   venir   no  equivale   a consolidar la consecución de una posición cualquiera y a proteger  a la tropa. La reforma incesante que hace girar la rueda del dharma es la vuelta misma a este vacío vital cada vez que corra el riesgo de empantanarse en el cálculo de los beneficios y del provecho.

5. Conclusiones

Pero se dirá, ante esta crisis global que pone en discusión incluso el futuro mismo de la humanidad, ¿Todo lo que propone el budismo es eso? En un mundo que está en guerra permanente consigo mismo, ¿el budismo no propone una solución alternativa, un modelo o un proyecto de un mundo diferente? ¿Simplemente nos indica parar, volver a entrar en nosotros mismos, iluminar la propia vida   con   la   práctica   de  zazen  y   testimoniar   en   nuestro   entorno   la   preciosidad   de   la   cualidad espiritual y existencial de la inocencia?
Exactamente es eso. El budismo puede hacer por el mundo nada más y nada menos que lo que puede hacer por mí, por cada uno de nosotros; yo puedo hacer por los demás, por el mundo entero, ni más ni menos que lo que yo puedo hacer por mí mismo. “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”

No se puede volver atrás. Un viejo no vuelve a ser joven, un muerto no vuelve a estar vivo; de la misma manera ni un único individuo ni el mundo entero pueden volver sobre sus pasos. No se puede volver al estado anterior del proceso histórico que nos ha llevado aquí donde estamos y rehacer el recorrido de otra forma para escapar a los errores perpetrados. Pero si volver atrás es imposible, volver al cero es posible. Volver al punto cero, y volver a partir desde ahí cada vez, he aquí la conversión de cada uno que puede convertir el mundo entero. El budismo, tanto en Occidente como en Oriente, puede ejercer esta función; pues no se trata de la receta de un mundo mejor o de una doctrina para trasformar este mundo en un mundo diferente, el budismo no consiste en hacerse ilusiones a propósito de despertarse de las ilusiones. Es la adhesión en los actos y en el pensamiento a la vía del Medio, que no nos sitúa ni en la consecución del éxito – que apacigua por un momento la sed sin fin de los deseos – ni en la renuncia auto­punitiva y desesperada esperando la muerte.

Estos dos extremos se manifiestan en el trascurso de la historia de formas siempre diferentes. Hoy en día un extremo parece estar representado por el mito del crecimiento y del progreso, individual y colectivo; mientras que el otro lo está en la aniquilación de sí mismo y en la negación de este mundo de las numerosas vías de adormecimiento, sean éstas el fanatismo, religioso o ideológico, la droga o el trabajo encarnizado. La vuelta sin cesar a la vía del Medio, indicado por el budismo, es una obra sin fin, pues la apuesta es la vida eterna y no está por tanto confinado a un tiempo particular.

En un mundo que exalta el goce desenfrenado aquí y ahora, con el fin de satisfacer todos los deseos imaginables, el estilo de vida de los budistas en el mundo es la única prueba válida de su fidelidad a la vía de la que dan testimonio; nadie puede certificar por mi que yo estoy andando por la vía del Medio.   Yo   no   puedo   tampoco   hacerlo   por   mí   mismo.   El   budismo, en   Occidente así como en Oriente, puede procurar todos los instrumentos que la tradición ha elaborado para esta obra infinita de reorientación, pero  debe  evitar  el  error  que  la   civilización   occidental   ha  cometido,   a   saber, trasformar el medio en un fin.

El   cristianismo   occidental   ha   trasformado   poco   a   poco   las   Iglesias  ­  que   eran  en   su   origen comunidades de personas que se sostenían unas a otras para recorrer el camino abierto por Jesús ­ en la Iglesia; una institución que se pretende depositaria del pensamiento y de la voluntad de Dios y que por tanto es el fin en sí misma, la meta. El budismo debe estar muy atento para evitar este tipo de error desde el momento que adquiere también formas institucionalizadas en Europa y América.

La meta del budismo es el despertar que abre la vía hacia la liberación del mal, hacia la paz. No se trata de la construcción de una o de múltiples instituciones religiosas; potentes, numerosas, eficaces.

Una   institución   budista,   sea   un   pequeño   centro,   un   monasterio   o   bien   una   estructura   central, únicamente no traiciona su vocación si está al servicio de la fe y de la práctica de cada hombre y de cada mujer en la vía del despertar. No puede encargarse de certificar la autenticidad y la bondad del camino de alguien, no tiene tampoco por objeto conceder cargos, títulos, diplomas ni proveer de una identidad de sustitución, un rol o un estatus, una nueva máscara con los rasgos “budistas”.

Despertarse de las ilusiones, a lo cual llamamos experiencia de Buda, es ver con los propios ojos que cada forma es una ilusión y la ilusión suprema es pensar que hay “una cosa” que no es ilusión.

“El mismo ir y venir del mundo,
dependiente y condicionado por alguna cosa distinta, es,
ni dependiente ni condicionado por alguna cosa distinta,
el nirvâna. Esto es la enseñanza”.

(Nâgârjuna, Mâdhyamakakârikâ, “La estrofas del Medio”, 25, 9)

Jisô Giuseppe Forzani & Mauricio Yûshin Marassi (octubre 2009).
(Jisô Forzani es actualmente director general para Europa de la escuela Sôtô.  Yûshin Marassi es actualmente director de la Stella del Mattino­Comunità Buddista Zen Italiana).

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