Una propuesta europea
1. El dominio de la cultura
europea en el mundo
Incluso los países de Oriente, a
pesar de que mantienen o intentan mantener sus propias tradiciones, siguen sin
embargo el modelo de desarrollo económico,
social, político y
cultural elaborado y difundido por Europa. Paralelamente, cada
vez más personas, sobre todo en Europa y América, sienten que este modelo está
en crisis. Puede que haya pasado su momento y ciertamente ha perdido su
frescura y su capacidad de renovarse. Una de las razones que conduce a un buen
número de europeos a interesarse
en el budismo
reside precisamente en
el sentimiento, más
o menos consciente, de esta
crisis.
La naturaleza de esta crisis se
revela en el hecho de que el éxito de este modelo es en sí mismo un fracaso. La
civilización occidental ha alcanzado en efecto, en el llamado “primer mundo”
(Europa, América del norte y el apéndice asiático de Japón), los objetivos que
se había fijado durante las grandes revoluciones democráticas americana y
francesa. Es en esta época en la que, poco a poco, ha habido un cambio en
relación a la orientación seguida desde las épocas antigua y medieval. La estructura
de la antigua sociedad europea estaba fundada sobre la visión escatológica
cristiana, que debía realizarse en el tiempo y en la historia con la
edificación de una ciudad terrestre sobre el modelo de la ciudad celeste, a la
espera de la revelación final del proyecto divino.
Una vez agotado este empuje ideal
y roto el orden tradicional que de él se derivaba surgió una concepción humanista
del progreso. Esta
nueva concepción se
expresa en la
búsqueda de la emancipación del
hombre de su
propia condición material
y espiritual, con
los instrumentos elaborados por
la razón: valorización del individuo, desarrollo de la técnica, búsqueda del
bienestar material. Las aspiraciones igualitarias y comunitarias del
cristianismo original son mantenidas en el transcurso de este proceso. Están en
el origen de los grandes movimientos sociales del siglo XIX mientras que
conjuntamente se debilitan la dimensión espiritual del hombre y el conocimiento
de su lugar exacto en la naturaleza. La historia del siglo XX está marcada por
la precipitación del horror de las degeneradas
perversiones de las
utopías totalitarias, con
el centro en
la catástrofe de
la segunda guerra mundial. De ahí surgió como vencedor único un modelo
de desarrollo, sin horizonte y sin orientación, limitado únicamente a la
búsqueda del bienestar. Los órganos operacionales de esa visión
están constituidos en
ese momento por
la primacía de la economía
como clave de satisfacción de las necesidades
materiales, por el desarrollo de la tecnología como instrumento de superación
de los límites naturales y por el dominio de la democracia mayoritaria
cuantitativa como forma de generalización del consenso y de la homogeneización
de las diferencias.
La breve euforia de después de la
guerra no tardó en revelarse finalmente como inducida bajo el efecto de una
droga. La fórmula maquiavélica se invirtió entonces, son los medios los que
justifican el fin. La economía, en lugar de ser el instrumento de satisfacción
de las necesidades, se convierte entonces
en productora de
necesidades a satisfacer
para mantenerse a sí misma,
reduciendo al hombre a un
instrumento de crecimiento
económico infinito y
a la función
de consumidor de mercancías, de símismo y de su medio.
Paralelamente la técnica, en lugar de ser el instrumento de las artes y de los
oficios para realizar los sueños y las visiones del hombre, tiende a transformarse
en una tecnología con el único fin de acelerar y de mejorar la eficacia de la
producción, para satisfacer necesidades artificiales al servicio de la
afirmación de que cada problema puede ser resuelto con la posesión y el consumo
de “bienes”. La democracia mayoritaria, reforzando la voz de la “voluntad popular”
midiendo exclusivamente el número de votos, produce la manipulación del
consenso, la idolatría por los sondeos y el control de la comunicación; la
realidad tiende a coincidir entonces con la narración de aquel que detenta
momentáneamente el poder.
Esta estrategia ha triunfado
completamente y en ella todos participamos, de una forma u otra, en la reproducción
de sus mecanismos. Ahora bien, este éxito muestra ser por si mismo el verdadero
fracaso; no es la realización de una visión
hacia un destino compartido bajo
la conducción de dirigentes
conscientes, no es sino la repetición mecánica y global de un idéntico
mecanismo.
En lugar de una satisfacción
compartida por los objetivos alcanzados se observa la difusión de un malestar individual
y generalizado, un
sentimiento de incertidumbre alimentado
por miedos oscuros, una perdida
de sentido existencial, del que ya no se comprende el origen y del que ya no se
ve el final. He aquí el centro de esta crisis. Ella es hoy en día percibida a
través de la sensación difusa y profunda de un callejón sin salida, sin saber
por qué se está ahí, ni como salir.
2. En este contexto, ¿cuál puede
ser la función del budismo?
La civilización occidental no
puede salir de la crisis global que atraviesa porque, simplemente, no puede
escapar de sí misma. Le es imposible verse desde el exterior de forma que comprenda cuál es el punto fundamental. Se
observa desde el interior de sí misma y gira en el vacío como un perro que se
muerde la cola. Tiene necesidad de un punto de observación “exterior”, de un
observador que no esté cogido por la trampa de este mecanismo y que pueda por
tanto mostrar el punto en el que se extravía. El budismo, que se ha
desarrollado con formas diferentes y lejanas a las desarrolladas en el interior
de la cultura europea y occidental, puede ejercer esta función, pues está a la
vez en el seno de la sociedad occidental sin estar completamente absorbido por
sus mecanismos.
Desde el punto de vista budista
se podría decir que el origen de la crisis espiritual de Occidente coincide con
el periodo en el que la vida religiosa cristiana abandona progresivamente la
dimensión mística para dedicarse sobre todo a la elaboración teológica. En la
experiencia mística cristiana Dios y el hombre son Uno; esta es su
característica distintiva. En sus Confesiones (3,6,11) San Agustín afirma: “Tú,
tú eres más íntimo que
lo íntimo de
mí mismo.” Ahora
bien, el cristianismo ha traicionado progresivamente su propia
experiencia original y ha separado a Dios del hombre y al hombre de Dios. La
forma misma del diálogo, el hecho de dar el “tú” a Dios, a pesar de que se afirma
la unidad intrínseca de lo humano y lo divino contiene ya en sí misma el germen
de la separación. Poner a Dios
y al hombre en relación,
incluso si se trata
de un procedimiento del lenguaje para decir algo en
sí indecible, crea el espacio propicio a una separación que hace falta inmediatamente
cicatrizar y subsanar.
Dar el “tú” a Dios es, en sí
mismo, el germen de la posibilidad de dar una realidad autónoma al “yo” que
pronuncia ese “tú”; así Dios se convierte para el hombre en un objeto (incluso
si es interior), un objeto frente a
un sujeto. Esto
refuerza el proceso
por el cual
el “yo” adquiere una
esencia independiente y autónoma, es el proceso de ontologización del sí
mismo. Este proceso caracteriza el pensamiento occidental desde sus orígenes
pues uno de sus axiomas fundamentales es que el ser está certificado por el
pensamiento, por la conciencia de estar ahí. El hombre se identifica cada vez más
con su propia forma de pensar, porque la autoconsciencia se convierte en el
único instrumento que permite al hombre reconocerse. Este proceso culmina en la
visión cartesiana que confirma con fuerza la identidad del ser y del
pensamiento; el ser mismo de Dios es afirmado y certificado sobre la base del
pensamiento humano.
El Dios
creador increado se
convierte entonces en
la criatura del
pensamiento humano. La concepción de Dios como una persona,
entendida para volver posible su presencia en la historia y en su relación con
el hombre de hecho una especie de alter ego que toma cada vez más el aspecto
de un superego personal con rasgos antropológicos e idealistas. El hombre no es
ya a la imagen de Dios, sino Dios a la imagen que el hombre se hace de Dios.
En la experiencia mística Dios
habla al hombre a través del silencio, como lo señala la palabra misma (místico
viene del verbo griego muein: callarse,
hacer silencio). La palabra de Dios es silencio. Mientras que la palabra
humana, no importa cuál palabra y cuál sea su grandeza y su poder, es
conmensurable; el silencio no es ni pequeño ni grande, es inconmensurable. La
escucha del silencio por el hombre equivale al abandono de cualquier pensamiento,
idea o concepción; ante el silencio de Dios el hombre no puede sino permanecer
silencioso. El silencio de Dios implica el silencio del “yo”, lo disuelve y
vuelve así inconmensurable al hombre que escucha.
La teología cristiana ha tomado
el camino opuesto, reduciendo Dios a una idea, pretendiendo a la vez pensar lo
impensable y decir lo indecible; Dios se ha convertido en el pensamiento de
Dios, de tal forma que
el ego pensante
ha permanecido indemne,
mejor todavía, se
ha consolidado desmesuradamente. Este
es el origen
del individualismo y
del relativismo, tan
deplorado actualmente por la teología y la institución jerárquica de la
Iglesia Católica.
3. Cuidar las raíces
Para cuidar una enfermedad
radical, como la crisis que atraviesa el hombre contemporáneo, hay que tratar
la raíz. La raíz es la parte más profunda del árbol, su cuerpo visible. Hoy en
día numerosas personas reivindican las raíces cristianas de la cultura y de la
sociedad europea. En el Evangelio Jesús afirma que el árbol se reconoce por sus
frutos. Si los frutos del árbol Europa, que todos comemos en el mundo entero,
están podridos y son tóxicos puede ser que nos haga falta examinar sus raíces
con un poco más de atención.
En el plano histórico, los
primeros síntomas de la enfermedad de la cultura europea se declararon alrededor
del siglo XII, cuando la experiencia mística comenzó a ser separada, e incluso
a menudo perseguida, por la misma Iglesia. Pero el germen de esta enfermedad
hay que buscarlo en la misma raíz. Y es precisamente la metáfora del árbol la
que puede ofrecernos indicadores reveladores; el árbol bueno, tal como es
mencionado en diversas ocasiones en los Evangelios, es aquel que produce abundantes frutos.
Es también verdad
que encontramos a
menudo en las
palabras de Jesús afirmaciones invitándonos a abandonar
la búsqueda de ganancia material y a no preocuparnos de la producción y de la
acumulación. Más insistentes son todavía sus advertencias para hacer
fructificar, se trate de la viña o de los talentos, y por cortar radicalmente,
extirpar y quemar todo aquello que no da frutos. La higuera que no produce
higos en invierno, fuera de estación, es maldita y se seca.
Aquel que tiene frutos tendrá la
recompensa del reino de los cielos y aquel que no da frutos está destinado al
fuego eterno. La
cultura europea ha
estado afectada de
tal forma por esta
visión productora que se ha estructurado sobre una didáctica ética; que
hace del progreso, del crecimiento y de lo cuantitativo los valores
fundamentales de su reciente historia.
Desde el comienzo de la edad
moderna, el ideal que sostiene la visión escatológica de la cristiandad ha sido
aplicado cada vez más a la realización de valores, sin duda supremos, como la
justicia, la igualdad, la libertad, pero que apuntan a la historia y el mundo
de los hombres. Toda la atención y devoción a la vida interior han sido
desplazadas para sostener estos valores supremos de la vida del hombre en el
mundo. Actualmente la mentalidad contemporánea ha olvidado completamente lo que
era fundamental en la visión mística, espiritual, religiosa y filosófica. De nuevo
con las palabras de San Agustín, místico, filósofo y teólogo: “No salgas fuera
de ti mismo, vuelve a ti mismo; la verdad
reside en el interior del hombre; y si encuentras inconstante tu naturaleza,
trasciéndete.” (De la verdadera religión, XXXIX). El progresivo
desplazamiento del centro de gravedad del hombre fuera de sí mismo culmina, en
la época moderna, en la búsqueda del valor y del sentido de la propia vida casi
exclusivamente en el mundo de las relaciones con su entorno.
En este contexto, para los
hombres y las mujeres del tercer milenio, el budismo puede ser un factor determinante
para una conversión auténtica. La conversión en el budismo no es la
conversión al budismo, en el sentido de
adhesión a una doctrina que se llama budismo. La conversión es lo que Dôgen
indica de la siguiente manera en el Fukanzazengi: 須らく回光返照の退歩を學すべし –subekaraku ekô henshô no taiho wo
gakusubeshi – “Es esencial aprender a
dar un paso atrás y, girando la luz, aclarar el interior”.
El budismo puede ejercer la
función de mostrar al hombre contemporáneo, occidental y oriental, cuál es la
única cosa que importa, porque según las palabras del Evangelio: “Allí donde esta tu tesoro, allí también estará tu corazón” (Mt. 6,1921). Esto parece ser realmente el
problema del hombre contemporáneo; ya no sabe donde se encuentra su tesoro y
entonces pone su corazón allí “donde la tiña y el oxido
destruyen, y allí donde los ladrones agujerean y roban.” El budismo puede enseñar al hombre occidental,
absorbido fuera de sí mismo por una perspectiva de progreso infinito que no
lleva a ninguna parte, a pararse, a volverse hacia sí mismo, a iluminarse él
mismo para buscar, en sí mismo y a partir de sí mismo, su propio tesoro.
4. ¿De qué manera?
Frente a
la problemática que
hemos discutido hasta
ahora el budismo tiene,
sobre las otras religiones, una gran ventaja; nunca ha
elaborado una idea de Dios, nunca ha “pensado Dios”. Lo que los cristianos
llaman Dios es para el budismo impensable. El budismo no tiene necesidad de liberar
al hombre de Dios, como invocan los místicos cristianos, porque precisamente
nunca ha dado sostén y sustancia a idea alguna de Dios. Libre de Dios, el
hombre está también libre de sí mismo, que se había hecho a la imagen de Dios.
Puesto que en el budismo no hay
ningún objeto de fe ni de pensamiento que se llame “Dios” y, en consecuencia, no
hay nombre para
este objeto, si
se superponen aproximadamente el
lenguaje cristiano y budista, se puede decir que aquello que los
cristianos llaman Dios está completamente vacío en el budismo, ni existe ni no
existe, y no puede proveer de ningún pretexto para elaborar una idea de Dios ni
una idea de un yo ante él. En fin, si queremos continuar utilizando la palabra
Dios, para permanecer en la terminología occidental, podemos decir que en el
budismo Dios y el espíritu del hombre son ya nodos, porque es en la
experiencia misma de un vacío límpido así que el hombre se reencuentra a sí
mismo. Reencuentra su propio espíritu, vacío de Dios y de sí mismo.
A diferencia de las religiones y
las filosofías occidentales el budismo no tiene miedo del vacío. El pensamiento
occidental no se ha confrontado nunca en serio con el vacío porque, de una
forma u otra, ha asimilado siempre el vacío a la nada, para alejarse
horrorizado.
Para el budismo, inversamente, el
vacío no es ni una entidad ni un sustantivo sino más bien un atributo, el
atributo fundamental de cualquier cosa. Es la característica que vuelve posible
que cada cosa sea lo que es. Un milagroso vacío que toma forma. El budismo es
permanecer en la naturaleza de la realidad, que ni la tiña ni el oxido pueden
atacar, allí donde no hay nada que tomar, que ganar, que robar.
El budismo no es una explicación
de la realidad, una cosmología o una filosofía hermenéutica. No es tampoco
una utopía o una doctrina social que permitiría modelar
la realidad. No
es ni una doctrina ni una ortodoxia. No es una terapia para cuidar el malestar psicológico individual. El budismo es la vía que indica como poner
en práctica la experiencia indiferenciada del hombre y de..., de lo relativo y
de lo absoluto, de lo condicionado y de lo incondicionado, de lo finito y de lo
infinito. Es una experiencia de profunda unidad que no puede ser vivida más que
en la fe, en el abandono y en la renuncia a poner el pensamiento humano como
determinación final de la realidad.
En la experiencia cristiana la fe
es un movimiento del espíritu, un impulso del corazón más allá de sí mismo,
un a apertura incondicional a
Dios. En el
budismo la fe es una
experiencia vivida totalmente con el
cuerpo y el espíritu,
un acto de
confianza puro y
sereno, sin la menor construcción de un objeto, lo cual
es siempre por otra parte el primer paso hacia la aspiración de apropiárselo.
Esta experiencia es sintetizada en la sentada silenciosa; ese acto del cuerpo,
de la mente y del espíritu que llamamos zazen. Zazen es el acto de la fe, la fe
en acto por que es el medio concreto, la posición del cuerpo y del espíritu que
pone en práctica esta relación no dual en la simple sentada. En terminología
cristiana podemos decir que, en zazen, Dios y el hombre son nodos, porque en
zazen se está libre de Dios y del yo. O usando una vez más las palabras de
Dôgen: 自己の身心および他己の身心をして脱落せしむるなりjiko no shinjin oyobi tako no shinjin wo
shite datsuraku seshimuru nari – “abandonar
cuerpo y espíritu propios y cuerpo y espíritu del otro”. Aquí
la relación no esta mantenida
por la idea de mí, ni
de ti, la relación es
ella misma identidad y nada obstruye la libertad.
Esto – al menos en un entorno de
personas que practican zazen desde hace mucho tiempo – no es tan difícil, de
comprender al menos. Bastante más
difícil es la realización y la trasmisión de la cualidad que trasforma zazen en
un acto religioso en una vida religiosa, sosteniéndola por completo al abrigo
de convertirse – como ha sucedido muchas veces – en una vida de potencia, de
adquisición de poder y en definitiva una vida sostenida por la muerte. Esta cualidad
hace que se pueda ser grande
solamente permaneciendo pequeño,
maestro solamente viviendo
como discípulo, sin ninguna veleidad, ni de acumular, ni de
figurar ni de contar.
Con el fin de jugar un papel
vital en el proceso histórico actual – más allá de los rituales de parada a los
cuales estamos invitados, o en los que participamos, “de que hay también
budistas” en las mesas más o menos redondas del banquete “interreligioso”,
para tener así derecho si es posible a un trozo de tarta – una profunda reforma
desde el interior es ante todo necesaria. Habrá que abandonar progresivamente
la deriva formalista, jerárquica y eclesiástica que está en vías de absorber
nuestra energía, revitalizar la
espiritualidad de la
simplicidad y de la
gratuidad, la cultura
del corazón inocente; en lugar de
consolidar la voluntad de potencia. Sin la capacidad ante todo de convertir nuestro
corazón, nuestra presumida capacidad de practicar zazen
no tendrá ningún sentido y esto podrá terminar por convertirse – como
muchos signos ya lo indican y demuestran – en otro botín que el mundo de la
acumulación y de lo “mío” estará muy feliz en absorber para hacer de él otro instrumento
refinado.
La tradición no es una fuerza de
inercia, ni la repetición mecánica de gestos y formas de hacer estereotipadas, la
trasmisión no es
la apropiación de
modelos ni la
exhibición personal de certificados y
documentos. Tener cuidado
de la generación
presente y por
venir no equivale
a consolidar la consecución de una posición cualquiera y a proteger a la tropa. La reforma incesante que hace
girar la rueda del dharma es la vuelta misma a este vacío vital cada vez que
corra el riesgo de empantanarse en el cálculo de los beneficios y del provecho.
5. Conclusiones
Pero se dirá, ante esta crisis
global que pone en discusión incluso el futuro mismo de la humanidad, ¿Todo lo que propone el budismo es eso? En un mundo que está
en guerra permanente consigo mismo, ¿el budismo no propone una solución
alternativa, un modelo o un proyecto de un mundo diferente? ¿Simplemente nos
indica parar, volver a entrar en nosotros mismos, iluminar la propia vida con
la práctica de
zazen y testimoniar
en nuestro entorno
la preciosidad de
la cualidad espiritual y
existencial de la inocencia?
Exactamente es eso. El budismo
puede hacer por el mundo nada más y nada menos que lo que puede hacer por mí,
por cada uno de nosotros; yo puedo hacer por los demás, por el mundo entero, ni
más ni menos que lo que yo puedo hacer por mí mismo. “Amarás a tu prójimo como
a ti mismo.”
No se puede volver atrás. Un
viejo no vuelve a ser joven, un muerto no vuelve a estar vivo; de la misma
manera ni un único individuo ni el mundo entero pueden volver sobre sus pasos.
No se puede volver al estado anterior del proceso histórico que nos ha llevado
aquí donde estamos y rehacer el recorrido de otra forma para escapar a los
errores perpetrados. Pero si volver atrás es imposible, volver al cero es
posible. Volver al punto cero, y volver a partir desde ahí cada vez, he aquí la
conversión de cada uno que puede convertir el mundo entero. El budismo, tanto
en Occidente como en Oriente, puede ejercer esta función; pues no se trata de la
receta de un mundo mejor o de una doctrina para trasformar este mundo en un
mundo diferente, el budismo no consiste en hacerse ilusiones a propósito de
despertarse de las ilusiones. Es la adhesión en los actos y en el pensamiento a
la vía del Medio, que no nos sitúa ni en la consecución del éxito – que
apacigua por un momento la sed sin fin de los deseos – ni en la renuncia
autopunitiva y desesperada esperando la muerte.
Estos dos extremos se manifiestan
en el trascurso de la historia de formas siempre diferentes. Hoy en día un
extremo parece estar representado por el mito del crecimiento y del progreso,
individual y colectivo; mientras que el otro lo está en la aniquilación de sí
mismo y en la negación de este mundo de las numerosas vías de adormecimiento,
sean éstas el fanatismo, religioso o ideológico, la droga o el trabajo
encarnizado. La vuelta sin cesar a la vía del Medio, indicado por el budismo,
es una obra sin fin, pues la apuesta es la vida eterna y no está por tanto
confinado a un tiempo particular.
En un mundo que exalta el goce
desenfrenado aquí y ahora, con el fin de satisfacer todos los deseos imaginables,
el estilo de vida de los budistas en el mundo es la única prueba válida de su
fidelidad a la vía de la que dan testimonio; nadie puede certificar por mi que
yo estoy andando por la vía del Medio.
Yo no puedo
tampoco hacerlo por
mí mismo. El
budismo, en Occidente así como en
Oriente, puede procurar todos los instrumentos que la tradición ha elaborado
para esta obra infinita de reorientación, pero
debe evitar el
error que la
civilización occidental ha
cometido, a saber, trasformar el medio en un fin.
El cristianismo occidental
ha trasformado poco
a poco las
Iglesias que
eran en su
origen comunidades de personas que se sostenían unas a otras para
recorrer el camino abierto por Jesús en la Iglesia; una institución que se
pretende depositaria del pensamiento y de la voluntad de Dios y que por tanto
es el fin en sí misma, la meta. El budismo debe estar muy atento para evitar
este tipo de error desde el momento que adquiere también formas
institucionalizadas en Europa y América.
La meta del budismo es el
despertar que abre la vía hacia la liberación del mal, hacia la paz. No se trata
de la construcción de una o de múltiples instituciones religiosas; potentes,
numerosas, eficaces.
Una institución
budista, sea un
pequeño centro, un
monasterio o bien
una estructura central, únicamente no traiciona su vocación
si está al servicio de la fe y de la práctica de cada hombre y de cada mujer en
la vía del despertar. No puede encargarse de certificar la autenticidad y la
bondad del camino de alguien, no tiene tampoco por objeto conceder cargos,
títulos, diplomas ni proveer de una identidad de sustitución, un rol o un
estatus, una nueva máscara con los rasgos “budistas”.
Despertarse de las ilusiones, a
lo cual llamamos experiencia de Buda, es ver con los propios ojos que cada
forma es una ilusión y la ilusión suprema es pensar que hay “una cosa” que no
es ilusión.
“El mismo ir y venir del mundo,
dependiente y condicionado por alguna cosa distinta, es,
ni dependiente ni condicionado por alguna cosa distinta,
el nirvâna. Esto es la enseñanza”.
(Nâgârjuna, Mâdhyamakakârikâ, “La estrofas del Medio”,
25, 9)
Jisô Giuseppe Forzani &
Mauricio Yûshin Marassi (octubre 2009).
(Jisô Forzani es actualmente
director general para Europa de la escuela Sôtô. Yûshin Marassi es actualmente director de la
Stella del MattinoComunità Buddista Zen Italiana).
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